II Antología del Movimiento Internacional de Escritoras "Los puños de la paloma"

Esther Andradi (Berlín/Alemania)

Cerraduras

Todo comenzó cuando llegó ésa, la de las medias negras. Pero cómo, me dije, si a este pueblo nunca viene nadie. Pero ella llegó. Yo le aseguro que hasta ese momento todo había ido bien. Bueno, bien, bien, lo que se dice bien, no, porque usted sabe, siempre hay dificultades entre dos, aunque una viva en un pueblo miserable como éste. No, no quiero decir que yo quería otra cosa, claro que no, sólo que tampoco puedo dejar de ver que donde vivíamos y cómo no era lo mejor del mundo. No, no lo era, pero ¿qué más da? Yo me conocía todo por allí, sabía como ir a la panadería y a qué hora recoger los mejores panes, y también en qué momento ir a buscar la leche recién ordeñada, y cuando florecían las glicinas y el tiempo en que los chicos comenzaban a dar vueltas en bicicleta alrededor de la plaza. Yo no tenía problemas, hasta que llegó ésa con las medias negras. Pero si aquí hacía años que no se aparecía nadie, y de pronto. Claro, yo le digo que “pasar” mucha gente “pasa” por aquí, pero nadie, lo que se dice nadie, se queda. Y yo me conocía todo.
Cuando aterricé aquí no era otra cosa este maldito pueblo, claro que no. Vinimos porque él dijo que comenzaríamos una nueva vida, y yo lo seguí, porque hombre, lo que se dice hombre, se lo aseguro que lo fue para mí. Bueno, qué quiere que le cuente, hacía lo que tenía que hacer y no molestaba, aunque los vecinos de aquí a veces nos miraran con cierto recelo, pero tampoco tanto, puesto que él era de aquí y lo conocían desde chiquito, cuando tomaba su caballo y lo hacía galopar sin aliento hasta la escuela. Y lo conocían los herreros, los borrachos y los tenderos. Todos los de aquí lo conocían, porque los que nacen aquí siempre vuelven, si es que alguna vez se atreven a salir. Por lo menos, no hay hombre que no haya vuelto con una mujer prendida del brazo.
Y yo, con tantos años aquí, ya me conocía todo. Sabía las reacciones de cada uno, y también cuántas palabras tenía que gastar en cada sitio, y qué sílabas también, porque son las sílabas que aquí se usan y una no puede andar hablando cualquier cosa, y lo mejor es aprenderse lo que hay que decir, y después callar. Y le aseguro que en medio de unas cuántas combinaciones posibles, el silencio es bien grande.
Así que me encerraba. Digamos que para el pueblo yo hacía lo justo, es decir, estar adentro. Pero para mí significaba encerrarme. ¿Sabe por qué se lo digo? Porque sentía como que ponía una llave, así como una inserta la llave en la cerradura, ¿si? que claro que no es fácil andar explicando esto en el pueblo, porque las llaves y las cerraduras de ellos son como las palabras que usan . Así de fáciles y sin complicaciones. Cualquiera, si quisiera, podría abrir las puertas del otro y robarle. Pero ¿para qué? si todos tienen lo mismo.
Porque en este miserable pueblo no hay lugar para complicaciones. Y yo sí que tenía mi de cerradura metal, con cuatro combinaciones y candados y le aseguro que oía cómo chirriaba la llave cuando entraba en el estómago y el clic del candado que cerraba mi cabeza. Los demás no lo sabían, claro, ellos nunca saben. Y él tampoco. Porque al fin y al cabo, era un muchacho de este pueblo, bueno y trabajador como se dice, y a él qué podrían importarle mis candados, los archivos que guardaba con meticulosidad y que, de cuando en cuando, me dedicaba a ordenarlos.
Y vivíamos así, sin complicaciones, porque no había nada de qué complicarse. Todo estaba programado desde que llegamos aquí, y sabíamos que con nosotros se acabaría alguna vez, porque no había semen que traspasara mis candados ni preñadera posible. Así que todo acabaría de la misma manera como vinimos, por el camino que entonces era de tierra y ahora es de asfalto pero lo mismo da. Aunque con el asfalto se aventura uno que otro por aquí, como ésa, la de las medias negras.
Lo que pasa es que aquí, a fuerza de hablar sólo unas cuantas sílabas con combinaciones programadas, pero que para el caso significan más o menos lo mismo, la gente no se ocupa de ninguna cuestión que tenga que ver con otra cosa que lo que aquí se usa. ¿Para qué? Si todo está escrito -es un decir, porque aquí nadie escribe nada- de cómo van a terminar las cosas, aunque se me hace que con el pleito de la de las medias negras algo puede cambiar, pero en realidad, no lo sé. Tal vez, ni así tampoco.
Antes que nada, el silencio. ¡Si usted supiera! Cuando volvía de hacer las compras, absolutamente rutinarias, después de haber intercalado cuatro o cinco veces las sílabas correspondientes, después de haber movido la boca como se debe, mostrar un poco los dientes y hacer un extraño sonido con la garganta, que según parece es un resquicio de lo que alguna vez se llamó sonrisa, yo me quedaba con todo el silencio espeso encima sin ser capaz de disolverlo, tenía que archivarlo con candados y llaves en el estómago y el cerebro, y el silencio era tan cargado que yo podía oír el clic de las llaves como le decía antes.
Alguna vez me pregunté, claro, pero hace tiempo, si ellos no tendrían también ese vacío en el estómago, esa concentración de dolor en un punto que oscila y se hace denso, y que de repente no me dejaba respirar, pero después bajaba y subía y al rato parecía que se eliminaba, pero no, se quedaba. Ahí se instalaba. Debí cambiar varias veces el tamaño de mis cerraduras, con eso le digo todo.
¿Que si lo quería? Pero claro que lo quería, si era hombre como tenía que ser y bueno y todo, pero creo que las cosas comenzaron a andar definitivamente al revés cuando nos instalamos en este pueblo. Cada cosa estaba tan bien en su cajón, guardada, lista para sacar y para volver a guardar, que creo que algo funcionaba mal, hasta que llegó ésa, la de las medias negras.
Fue un día de primavera, casi seguro. Había algunas flores de cerezo que coloreaban el camino, el único camino utilizado por los extraños que llegan por aquí. El camino que él y yo hicimos también para llegar, para entrar al pueblo. Recuerdo las flores de cerezo porque contrastaban con sus medias negras. En primer lugar, parece que a pesar del silencio espeso que rodea este pueblo, fui la única que la oyó cantar. Mi primer impulso fue archivar la cuestión en mi estómago cargado de candados, pero quise ver. Seguramente ése es el mayor pecado que puede cometer alguien que vive en un miserable pueblo como éste. Y salí de la casa, como nunca antes lo hubiese hecho, para hacer algo que no tenía utilidad de ningún tipo. Ni para buscar el agua, ni para entenderme en tres palabras con el herrero, en fin, espero que me entienda lo que quiero decirle. Y no sólo salí a mirar, sino que comencé a caminar hacia el encuentro de la voz para toparme con ella. Ahí había un montón de sílabas que yo conocía, pero que desde hacía años no tenía posibilidad de combinarlas con nadie, como hacía ésa, la de las medias negras.
De todas maneras, el que quiera saber, no tiene más que abrir el candado de mis cerraduras, si es que puede. Lo único que le digo, es que después de caminar un trecho la vi. Es decir, vi sus medias negras, vivas, andando, volando, saltando sobre la maleza a la vera del camino. Cantaba. No sé qué cantaba, no podría repetirle lo que he oído.
Ella también me vio, y dejó de cantar, comenzó a gorgojear palabras extrañísimas, y sospecho que me pidió que nos sentáramos al borde del camino donde florecían los cerezos. Sospecho, digo, porque finalmente nos sentamos y me abandoné a su voz y al tejido que sus medias negras hacían con mi pelo, aunque usted insista ahora en decirme que fueron sus manos o qué ése yo, para mí eran sus medias las que me acariciaban. Y a partir de entonces, lo único que le puedo decir es que he vivido como en sueños, ésos que me sobresaltaban cuando me despertaba por la noche diciendo palabras que no se usan en este pueblo ni menos en mi casa, porque como le dije, él no es de muchas palabras, y, después del sueño, yo tenía que apurarme para encerrarlos porque no podía dejar que escaparan libremente e hicieran estragos como yo suponía que hacían los sueños cuando estaban sueltos.
Pero éste era un sueño diferente. Lleno de colores, también, comenzando porque sus medias negras contrastaban con los cerezos recién florecidos. Las chicharras cantaban, y el sol del mediodía me quemaba la punta de la nariz, me hacía entrecerrar los ojos y posiblemente esa es la razón por la que yo recuerdo sus medias pero no su rostro. Y en medio de todo, las palabras. Palabras que antes habría escuchado quizá, antes que yo decidiera archivar todo bajo candados en el cerebro y en el estómago. Sitios de los que ya no sé, ni recuerdo. Ni quiero recordar, menos ahora, después de lo que pasó con ésa la de las medias negras.
Porque lo único que sé, es que ante cada palabra de ella, mi cerebro latía y mi estómago comenzaba a tener maravillosas sensaciones y yo sentía el clic - clic de mis cerraduras desactivarse y ahora y todo, pero no había forma de detener el manejo de las llaves, todo comenzó a dispersarse y yo supe que venía el peligro, peligro, peligro, y después nada más. Nada más porque la memoria inundó el asfalto, las flores de los cerezos, mi estómago volaba por el aire, mi cerebro era ordenado rompecabezas de recuerdos y de sueños que se agolpaban todos a la vez, así bajo el sol del mediodía y a la intemperie, mientras estaba con ésa, la de las medias negras.
Qué importancia tiene saber cuanto tiempo pasó ahora, pero yo ya sabía todo lo que tenía que hacer, y aunque la de las medias negras se resistió un poco, yo tomé sus medias y corrí como hacía tiempo no lo hacía.
Fui feliz, le aseguro, aunque usted –y todos aquí- me acusen de haber cometido algo terrible. Y fui feliz, aún en el momento en que apreté con todas mis fuerzas las medias de seda contra las fibras duras de su cuello y su garganta de hombre bueno cedía entre mis dedos. Y fui feliz también mientras escapaba por el camino, buscándola, que me fue difícil porque yo tenía sus medias negras, el único punto de referencia para localizarla. Que si no me hubiera sido tan difícil, usted no me hubiera encontrado por el camino, no me habría traído aquí, a que yo declare, a que dé explicaciones de algo que ya, definitivamente, como le dije antes, está encerradísimo otra vez en el cubil de mi cerebro. O de mi estómago, como usted quiera.

No hay comentarios: