II Antología del Movimiento Internacional de Escritoras "Los puños de la paloma"

María del Pilar Romano (Corrientes/Argentina)

El remolino

La primavera aún no dispersaba sus virtudes, pero los lapachos de agosto ya se mostraban voluptuosos, obsesionados con el rosalila de sus corolas. Solamente
el cielo, siempre el mismo, me acompañaba sin poder cubrir del todo mis cicatrices, aún cuando habían decidido seguirme de cerca mis logros, algunos disfrazados de éxitos.
Avancé hasta que un charco me regaló un remolino. Y el remolino me regaló una imagen con rostro de niña, de niña fresca como lechuga fresca. Me incliné y vi
que tenía en los ojos todos los tiempos, como si desde siempre hubiera estado allí. Le ofrecí la bolsa con mis logros para que jugara con ellos, pero no los miró. Sentí, sí, que me preguntaba por lo que no había hecho. Y me llegó el espanto.
Era cruel, como todos los niños en ciertas ocasiones.
–Te lo mostraré yo, me dijo.
No resistiría tener delante de mí todo lo que había dejado sin hacer, lo que no me había animado a hacer. Todo junto, al mismo tiempo. Pero el momento se presentaba como instancia inapelable.
Los tiempos de los ojos de la niña empezaron a envolverme, a presionarme, como a un testigo al que obligan a revivirlo todo. El abrazo de los tiempos carbonizó mis utopías, asesinó a mis mascotas, disolvió mis máscaras, encogió las distancias del olvido y yo sentí un ingobernable deseo de cambiar de piel. Quise cambiar de piel como las serpientes, aunque perdiera el olor que me diferencia de los demás seres vivos. Me hundí en desolaciones heladas y, frente a lo no hecho aún pudiendo, la vecindad de ciertas pieles apetecidas se perdió para siempre.

Impunidad

Harto por ese día ese día del de provocar martirio, el torturador se durmió al fin en la cama solitaria junto a una ventana abierta, borracho hasta la repugnancia. Soñaría, sin duda, con las negras liturgias y los demenciales encuentros.
Se anunció la mañana y el sol comenzó a torturarlo: le estallaba por detrás de las pestañas. Se sentía incapaz de moverse y, junto a esa jaqueca paralizante, le bailaba en la cabeza la idea insoportable de que a ese sol jamás podría encerrarlo.

La brújula y mi pena

Pienso que anochecía cuando encontraste esa brújula con la aguja apuntando al sur. Anochecía, pero aún así pudiste llegar hasta mi pena andariega, que entonces no sabía que era pena.
Tú sí lo sabías y conversaste con ella sin demostrárselo, seducido por su forma de mujer. Ella caminó a tu lado y hasta la convenciste de que subiera a tu extraño barco de papel.
Fue mi pena quien te pidió que le vendaras los ojos, para aquietar su locura. Y se sintió de pronto navegando en aguas fascinantes. Se creyó mujer, mujer con hombros mojados de lluvia y hasta se atrevió intentar un contoneo, olvidándose de que la perseguía una tropilla de inviernos.
Yo la vi alejarse, pero no sentí pena por mi pena. Siempre supe que regresaría.

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